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lunes, 3 de febrero de 2014

Los zapatos gastados de tanto bailar

Consiglieri Pedroso
(1851-1910)
Lo prometido es deuda, y aquí os traigo otro cuento de la tradición portuguesa. Este texto está también recogido en Portuguese Folk-Tales (Londres, Folk-Lore Society por E. Stock en 1882), de Consiglieri Pedroso, bajo el título The Seven Iron Slippers (ATU, type 306). El título que he escogido para la entrada procede de El Libro Ilustrado de los Cuentos de Hadas (adapt. Neil Philip, ilustr. Nilesh Mistry), al que ya me he referido en otras entradas. Como curiosidad diré que en esa adaptación los gigantes, a los que se refiere Consiglieri Pedroso en esta versión, son diablos. Si conocéis esta historia tal vez veáis más variaciones; por otro lado, bajo esta misma designación (ATU, type 306) encontraréis también una versión de los hermanos Grimm titulada The Shoes That Were Dance to Pieces, sobre doce princesas. Es, por supuesto, la más conocida entre las historias de este tipo de cuento, pero no está demás conocer algo diferente. Aun así, los elementos principales, la princesa, los zapatos, el soldado/príncipe/caballero, la capa y las botas (presentes solo en algunas versiones) son inamovibles. En cualquier caso, disfrutadlo.



Érase una vez un rey que vivía junto a una reina, y una princesa que era su hija. La princesa desgastaba siete pares de zapatos de hierro fundido todos los días; y el rey no acertaba a descubrir cómo podría ser aquello, aunque él siempre estaba tratando de averiguarlo. Al final el rey emitió un decreto: que a quienquiera que fuese capaz de descubrir cómo la princesa lograba desgastar siete pares de zapatos hechos de hierro en el corto espacio de tiempo entre la mañana y la tarde, él le entregaría su mano en matrimonio, y si fuese una mujer la casaría con un príncipe. 
Ocurrió que un soldado que caminaba a través de un camino cargando en su espalda con un saco de naranjas, y él vio que dos hombres luchaban mientras se amenazaban el uno al otro. El soldado se acercó a ellos y les preguntó: 

―¡Oh, caballeros! ¿Por qué os lanzáis tales amenazas?

―¿Por qué, en efecto, podría ser? ―contestaron―. Porque nuestro padre está muerto y nos ha dejado a los dos su capa, y ambos deseamos tenerla.

―¿Es posible que os estéis peleando por motivo de una capa? ―inquirió el soldado. Los hombres dijeron:

―La razón es que la capa tiene un hechizo, y si cualquiera se la pone sobre sí y dice «¡capa, cúbreme para que nadie me vea!», nadie puede verle.

Edición en portugués.
El soldado oyó esto y les dijo:

―Te diré qué puedo hacer por vosotros; dejad que me quede aquí con la capa mientras lanzo esta naranja a gran distancia, y vosotros corréis por ella, y el que la atrape antes será el que se quede con la capa.

Los hombres estuvieron de acuerdo con esto, y el soldado lanzó la naranja a una gran distancia, tan lejos como pudo, mientras los dos hombres corrían a atraparla. Mientras aquí, el soldado sin perder tiempo dijo «capa, hazme invisible».

Cuando los dos hermanos volvieron con la naranja ninguno pudo ver nada ni a nadie. El soldado se fue lejos con la capa, y más lejos se encontró en el camino de otros dos hombres que también luchaban, y les dijo:

―Oh, hombres imprudentes, ¿por qué os lanzáis tales amenazas?

Los hombres respondieron:

―En efecto, tú también podrías preguntar porqué, si tu padre no hubiese muerto dejando tras de sí un par de botas, y nosotros, los dos, deseamos ser el único poseedor de ellas.

El soldado contestó:

―¿Es posible que por el asunto de un par de botas os estéis peleando así?

Y ellos dijeron:

―Es porque estas botas tienen un hechizo, y cuando uno desea ir a cualquier parte solo tiene que decir «botas, llevadme de aquí a allí», a cualquier lugar al que quisiese ir, e instantáneamente uno se transporta a ese lugar.

El soldado les dijo:

―Os diré lo que hacer; yo lanzaré una naranja a gran distancia, y vosotros me dejaréis para que os guarde estas botas; correréis a por la naranja, y el primero que la atrape será el que tenga las botas.

De nuevo lanzó la naranja a gran distancia y los dos hombres corrieron a atraparla. Sobre esto el soldado dijo «¡capa, hazme invisible; botas, llevadme a la ciudad!», y cuando los hombres volvieron habían perdido las botas y  al soldado, pues se había ido.

Llegó a la capital y oyó el decreto que el rey había promulgado, y comenzó a considerar que él podía hacer algo al respecto: «Con esta capa, y con estas botas, puedo con seguridad descubrir por qué la princesa desgasta esos siete pares de zapatos de hierro en una noche». Y fue a presentarse a palacio.

Cuando el rey le vio dijo:

―¿Realmente sabes la forma de descubrir cómo la princesa, mi hija, puede desgastar siete pares de zapato de hierro en un anoche?

A lo que el soldado contestó:

―Solo pido que me dejes intentarlo.

―Pero debes recordar ―dijo el rey― que si al final de tres días no has descubierto el misterio, daré la orden de que te corten la cabeza.

El soldado dijo que estaba preparado para asumir las consecuencias. El rey ordenó que se alojase en palacio. Se prestó atención a todo lo que quería y deseaba; tenía sus comidas con el rey en la misma mesa, y dormía en la habitación de la princesa. 

Pero, ¿qué hacía la princesa? Ella hizo un brebaje para que cuando él se fuera a dormir lo bebiera. El brebaje era un filtro de sueño que le hacía dormir toda la noche. A la mañana siguiente el soldado no había visto a la princesa hacer nada, pues había estado durmiendo muy profundamente la noche entera. Cuando él apareció en el desayuno el rey le preguntó:

―Bueno, ¿viste algo?

―Su majestad debe saber que no he visto nada.

El rey dijo:

―Mira bien lo que ocurre, pues ahora solo te quedan dos días más par ti, o de lo contrario morirás.

El soldado respondió:

―No tengo el menor recelo.

La noche vino y la princesa actuó como antes. A la mañana siguiente el rey le preguntó en el desayuno:

―Bueno, ¿viste algo la noche pasada?

―Su majestad debe saber que no he visto nada.

―Ten cuidado, entonces; solo te queda un día más y morirás.

El soldado respondió:

―No tengo el menor recelo.

El soldado empezó a pensar sobre esto: «Es muy curioso que duerma toda la noche. No puede ser por nada salvo por beber el brebaje que la princesa me da. Sé lo que debo hacer; cuando la princesa me traiga la copa fingiré que bebo, pero lanzaré el contenido fuera».

Palácio da Pena en Sintra, Lisboa (Portugal).
La noche llegó y la princesa no falló en traerle el brebaje para beber a la cama. El soldado fingió beberlo, pero en su lugar lo lanzó lejos, y fingió que dormía. En la mitad de la noche vio que la princesa se levantaba y se preparaba para salir, y avanzaba hacia la puerta para irse. ¿Qué iba a hacer él, entonces? Se puso la capa y las botas y dijo «capa, hazme invisible; botas, llevadme a donde la princesa vaya». La princesa entró en un carruaje y el soldado la siguió dentro y la acompañó. Él vio que el carruaje se paró en la orilla del mar. La princesa luego embarcó en un barco cubierto de banderas. El soldado entonces dijo: «Capa, cúbreme, que debo permanecer invisible», y embarcó con la princesa. Ella llegó a la tierra de gigantes, y cuando pasaron el primer centinela él la desafió diciendo:

―¿Quién está ahí?

―La princesa de Armonía ―contestó ella. El centinela le contestó:

―Pasa con tu séquito.

La princesa miró tras ella, y no vio a nadie que la siguiera, así que se preguntó: «El centinela no puede estar en su juicio; ha dicho "pasa con tu séquito", pero no veo a nadie».

Llegó al segundo centinela, que gritó con toda su voz:

―¿Quién está ahí?

―La princesa de Armonía ―contestó ella. El centinela le contestó:

―Pasa con tu séquito.

La princesa miró una vez más, asombrada. Fue al tercer centinela, que le amenazó como los otros habían hecho:

―¿Quién está ahí?

―La princesa de Armonía ―contestó ella. El centinela le contestó:

―Pasa con tu séquito.

La princesa, como antes, se preguntó a qué gente podía referirse. Después de caminar por un largo tiempo el soldado que la seguía de cerca vio que la princesa llegaba a un bellísimo palacio, entró, y fue al salón de baile, donde él vio muchos gigantes. La princesa se sentó sobre un asiento al lado de su amante, que era un gigante. El soldado se colocó bajo la silla. La banda comenzó a tocar y ella se unió a la danza junto con el gigante, y cuando ella terminó de bailar había reducido sus zapatos de hierro a trozos. Los cogió y los puso bajo su asiento. El soldado inmediatamente cogió la prueba para sí y los puso en su saco. La princesa se volvió a sentar junto a su amante. La banda tocó otra vez algo de música y la princesa se sumó al baile. Cuando terminó había desgastado otro par de zapatos. Los cogió y dejó bajo su silla. El soldado los puso también en el saco. Al final ella bailó siete veces, y en cada baile desgarraba un par de zapatos de hierro. El soldado los metió todos en el saco.

Después del baile la princesa se sentó de nuevo junto a su amante; y, ¿qué hizo el soldado? Él volcó la silla y los lanzó a los dos al centro de la sala. Todos se sorprendieron y miraron a todas partes pero no encontraron a nadie. Los gigantes buscaron en un libro los destinos que tenían, en el que se podía ver el curso de los vientos y otros peguliares augurios para su raza. Ellos llamaron a sirviente de negro para que les leyese y encontrase lo que pasaba. El soldado se levantó de donde estaba y dijo «¡capa, cúbreme para que nadie me vea!». Luego le dieron al sirviente una bofetada en la cara, y cayó al suelo, mientras el soldado tomaba posesión del libro y lo guardaba. El tiempo en el que la princesa debía partir y volver a casa se acercaba, y no podía permanecer mucho más allí. El soldado la siguió y volvió del mismo modo. Cuando bajó del barco llegó a la ciudad en el carruaje que todavía la esperaba. El soldado dijo entonces: «Botas, llevadme al palacio», y llegó allí, se quitó las ropas y se fue a la cama. Cuando la princesa llegó lo encontró todo en la habitación tal y como lo había dejado, e incluso encontró al soldado dormido.

A la mañana siguiente el rey dijo:

―Bueno, soldado, ¿viste algo destacable la noche pasada?

―Que sepa su majestad que no vi nada la noche ―respondió el soldado.

El rey entonces dijo:

―De acuerdo con lo que has dicho, no sé si eres consciente de que vas a morir hoy ―a lo que el soldado contesto:

―Sí, es así, y debo tener paciencia. ¿Qué más puedo hacer?

Cuando la princesa oyó eso se alegró mucho. El rey ordenó que todo se preparase para la ejecución. Cuando el soldado estaba preparado para su ejecución le preguntó al rey que le hiciese el gran favor de enviarle a la princesa para que estuviese presente. El rey le dio permiso, y la princesa se presentó, cuando él le dijo:

―¿Es cierto que la princesa salió a media noche?

―No es cierto ―respondió la princesa.

―¿Es cierto decir ―preguntó otra vez el soldado―, que la princesa entró en un carruaje y después fue a un barco y se dirigió a un baile que se celebraba en el reino de los gigantes?

―No es cierto ―respondió la princesa.

El soldado todavía tenía otra pregunta para ella:

―¿Es cierto que la princesa desgastó siete pares de zapatos durante las siete veces que bailó?

Y luego le mostró los zapatos.

―No hay nada cierto en todo eso ―respondió la princesa.

El soldado le dijo al final:

―¿Es cierto decir que la princesa al final del baile se cayó de la silla al suelo, y que los gigantes tienen un libro  a través del cual pueden ver sucesos mágicos y maravillosos y que esa posesión fue cogida de su casa, y que ese libro está aquí? 

―Es así ―dijo ahora la princesa.

El rey se regocijó ante el descubrimiento y del feliz desenlace de los acontecimientos, y el soldado pasó a vivir en palacio y se casó con la princesa.

La versión de los hermanos Grimm, cuyas protagonistas son
doce princesas: The Shoes that were Danced to Pieces.
fin

Texto original de The Seven Iron Slippers.