Giambattista Basile, 1566-1632. |
Érase una vez un gran señor que fue bendecido con el nacimiento de una hija que fue llamada Talia. Él envió a los hombres sabios y astrónomos de sus tierras para que predijeran su futuro. Se conocieron, y asesorándose mutuamente, consultaron su horóscopo y llegaron a la conclusión de que incurriría en un gran peligro debido a una astilla de lino. Su padre prohibió así cualquier planta de lino, cáñamo, o cualquier otro material de esa clase en su casa, todo porque hacer que escapase de ese predestinado peligro.
Un día, cuando Talia se había convertido en una joven y bella muchacha, estaba mirando a través de la ventana cuando observó a una vieja mujer hilando. Talia, que nunca había visto ni una rueca ni un huso, quiso ver cómo giraba, y era tal su curiosidad que le pidió a la vieja mujer que fuese con ella. Tomando la rueca con su mano, la chica comenzó a hilar el lino. Desgraciadamente, Talia se clavó una astilla de lino bajo la uña, y cayó muerta al suelo. Cuando la vieja mujer lo vio se asusto tanto que corrió escaleras abajo, y hoy todavía sigue.
Tan pronto como su desgraciado padre oyó el desastre que había tenido lugar, la cogió, y después de pagar por una tina de vino agrio con toneles de lágrimas, la sacó de allí y la llevó a una de sus mansiones del campo. Allí la sentó en un trono de terciopelo bajo un dosel de brocado. Queriendo olvidar todo lo que circulaba por su memoria en su gran desgracia, cerró las puertas y abandonó para siempre la casa donde había sufrido su gran pérdida.
Después de un tiempo ocurrió por casualidad que un rey cazaba por allí cerca. Uno de sus halcones escapó de su mano y voló al interior de la casa a través de una ventana. No acudió cuando le llamaron, así que el rey tuvo que llamar a la puerta, creyendo que el lugar estaba habitado. Aunque llamó durante un buen rato, no contestó nadie, así que el rey mandó que le trajeran una escalera de bodeguero, ya que escalaría para buscar dentro de la casa, y descubrir qué había dentro. Así trepó y entró, y miró en cada una de las habitaciones, rincones y esquinas, y se sorprendió enormemente cuando comprobó que nadie vivía ahí. Al final encontró el salón, y cuando el rey vio a Talia, que parecía estar encantada, creyó que dormía, y la llamó, pero ella permaneció inconsciente. Dando voces, vio sus encantos, y comprobó como la sangre le recorría con fuerza las venas. La elevó en sus brazos y la llevó a la cama, donde recogió los primeros frutos del amor. Dejándola en la cama, volvió a su reino, donde, debido a sus numerosas ocupaciones, no recordó ese momento como más que un simple incidente.
Sin embargo, nueve meses después Talia tuvo dos hermosos hijos, un niño y una niña. En ellos se podían ver dos extrañas joyas, y fueron cuidados por dos hadas que acudían al palacio y los colocaban sobre los pechos de su madre. Una vez, buscando el pezón sin encontrarlo, comenzaron a succionar uno de los dedos de Talia, y lo hicieron tan fuerte que sacaron la astilla de lino que se había quedado clavada en él. Talia se despertó así de un largo sueño, y viendo sobre ella a sus dos gemelos, los sostuvo contra su pecho, y los bebés fueron lo que más quiso ella en toda su vida. Se encontró sola en el palacio con los dos niños a su lado, y no sabía qué era lo que le había pasado; pero se dio cuenta de que la mesa estaba puesta, con comida y bebida que le habían traído, aunque no vio a ningún sirviente.
Mientras tanto el rey recordó a Talia, y anunció que quería volver a ir de caza; volvió al palacio y la encontró despierta y con dos hermosos cupidos. Él se regocijó, y le dijo a Talia quién era, y cómo la había visto y había entrado en aquel lugar. Cuando ella oyó esto, la amistad de ambos fue tejida con lazos estrechos, y él permaneció con ella durante unos pocos días. Después de ese tiempo él se despidió, prometiendo que regresaría pronto y la llevaría con él a su reino. Y volvió a su reino, pero no encontró descanso, y a las horas tuvo en su boca los nombres de Talia, y de Sol y Luna (así eran los nombres de sus dos hijos), y cuando durmió al fin, él los llamó a cada uno de ellos.
Entonces la esposa del rey comenzó a sospechar de que algo extraño le había ocurrido a su marido durante la cacería, y estuvo escuchando continuamente los nombres de Talia, Sol y Luna, y ella se calentó, pero con otro tipo de calor que el del sol. Envió a su secretario diciéndole:
—Escúchame, hijo mío, tú estás viviendo entre dos rocas, entre el poste y la puerta, entre el atizador y la verja. Si me dices de quién el rey tu señor, y mi marido, está enamorado, te daré tesoros inconmensurables; y si me escondes la verdad, haré que nunca te vuelvan a encontrar, vivo o muerto.
El hombre estaba terriblemente asustado. La avaricia y el miedo cegaron sus ojos al honor y al sentido de la justicia, y le contó todo entre pan y vino.
La reina, escuchando cómo estaban las cosas, envió al secretario junto a Talia, en el nombre del rey, pidiéndole qu ele enviase los niños, pues era su deseo verlos. Talia, con gran entusiasmo, obedeció. Luego la reina, con un corazón propio de Medea, le dijo al cocinero que los matase y que los hiciese servir de forma apetitosa al desgraciado de su marido. Pero el cocinero tenía un corazón tierno y, al ver a esas dos hermosas manzanas de oro, tuvo compasión por ellos, y los llevó a casa de su esposa, donde los ocultó. En el palacio preparó dos corderos entre cien platos diferentes. Cuando el rey volvió, la reina, con gran placer, sirvió la comida.
El rey comió con agrado, diciendo:
—Por la vida de Lanfusa, ¡qué delicioso bocado! —y también—; por el alma de mis ancestros, ¡qué bueno está!
A cada momento ella contestaba:
—Come, come; estás comiendo lo que es tuyo.
Stories from the Pentamerone, ilustrado por Warwick Goble, 1911 (Londres). |
Las dos o tres primeras veces el rey no prestó atención, pero al final, viendo que la música continuaba, preguntó:
—Sé perfectamente bien que lo estoy comiendo lo que es mío, porque tú no has traído nada a esta casa.
Y levantándose, enfadado, se fue a la villa, que estaba algo lejos de su palacio, para sosegar su alma y aliviar su enfado.
Mientras tanto la reina no estaba del todo satisfecha, envió a su secretario a que trajera al palacio a Talia, diciéndole que el rey no podía esperar más su presencia allí. Talia partió tan pronto como oyó esas palabras, creyendo que seguía las ordenanzas de su señor, pues deseaba verle con todas sus fuerzas, sin saber qué le estaban preparando. Se encontró con la reina, cuyo rostro brillaba debido al fuego de la ira que había en ella, y parecía el rostro de Nerón.
Se presentó a ella así:
—Bienvenida, ¡señora Cuerpo Ocupado! Tú eres un bien preciado, mala hierba que divierte a mi marido. ¿Así que eres eres el pedazo de inmundicia, perra cruel, que me ha causado tantos quebraderos de cabeza? Cambia tus modos, pues serás bienvenida en el purgatorio, donde te compensaré por todo el daño que me has hecho.
Taila, oyendo esas palabras, comenzó a disculparse, diciendo que no había sido su culpa, ya que el rey, su marido, había tomado posesión de su territorio cuando ella estaba dormida; pero la reina no escuchó sus excusas, y cogió un fuego encendido del patio del palacio y ordenó a Talia que se echase sobre él.
La muchacha, viendo que aquello iba mal, se arrodilló ante la reina y comenzó a suplicar que le permitiese al menos quitarse las prendas que llevaba. La reina, no por piedad de la desdichada, sino por tener esas mismas ropas, que estaban tejidas con oro y perlas, le dejó que se desvistiera, diciendo:
—Puedes quitarte las ropas. De acuerdo.
Talia comenzó, y con cada cosa que se quitaba lanzaba un grito. Tras haberse quitado su vestido, se fue a quitar su última vestimenta, cuando lanzó un último grito más alto que el resto. Dejó sus pertenencias sobre una pila y la reina le obligó a tumbarse sobre las ascuas que habían usado para lavar los pantalones de Caronte.
El rey de repente apareció, y al encontrarse con aquel espectáculo, exigió saber qué estaba pasando. Preguntó por sus hijos, y su mujer —reprochándole a él su traición— le dijo que ella los había hecho guisar y servírselos a él como comida. Cuando el desgraciado rey oyó esto, cayó en la desesperación, diciendo:
—¡Ay! Entonces yo, yo mismo, he sido el lobo para mis propios corderos. ¡Ay! ¿Y porqué estos, mis venas, no conocieron las fuentes de su propia sangre? Tú, maldita renegada, ¿qué mala acción es esta que habéis hecho? Vete, pues deberías permanecer en el desierto como uno de sus tocones, ¡y no mandaré a tal tirano al Coliseo para hacer su penitencia!
Así habló, y ordenó que la reina se tumbase sobre el fuego que había preparado para Talia, y que el secretario fuese con ella, porque había mantenido ese amargo juego, y había sido tejedor de su endemoniado plan. El rey iba a hacer lo mismo con el cocinero, que creía que había guisado a sus hijos, cuando el hombre se puso a sí mismo a los pies del fuego, diciendo:
—En verdad, mi señor, por tal hecho, no debería haber nada más que un montón de fuego vivo, y sin otra ayuda que una lanza por la espalda, y ningún otro entretenimiento que dando vueltas dentro de las llamas de fuego, y yo no debería buscar ningún otro honor que el que tienen mis cenizas, las cenizas de un cocinero, mezclados con las de la reina. Pero esta no es la recompensa que espero por haber salvado a los niños, a pesar de la hiel de la maldita, que quería matarlos, y regresar a su cuerpo, señor, lo que es de su propio cuerpo.
Al oír estas palabras el rey se detuvo. Pensó que estaba soñando, y no podía creer lo que oían sus propias orejas. Así pues, se volvió al cocinero y le dijo:
—Si es cierto que salvaste a mis hijos, ten por seguro que te sacaré del fuego, y concederé con gusto todos tus deseos, pues esa será tu recompensa por haber sido capaz de hacerme el hombre más feliz de este mundo.
—Si es cierto que salvaste a mis hijos, ten por seguro que te sacaré del fuego, y concederé con gusto todos tus deseos, pues esa será tu recompensa por haber sido capaz de hacerme el hombre más feliz de este mundo.
Mientras el rey decía estas palabras, la mujer del cocinero, que había visto la necesidad de su marido, trajo a los dos niños, Sol y Luna, junto a su padre. Y el rey nunca se cansó de jugar con los tres, su mujer y sus hijos, que se hicieron una rueda de molino de besos, ahora con uno y después con el otro. Dio generosas recompensas al cocinero, y le hizo chambelán. Se casó con Talia, y ella vivió dichosa una larga vida con su marido y sus hijos, experimentando así la verdad del proverbio:
A aquellos a quienes favorece la fortuna
encuentran la buena suerte incluso en sus sueños.