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jueves, 27 de febrero de 2014

Rosaspina o la Bella Durmiente

Monumento Nacional a los Hermanos
Grimm
(1889), de Syrius Eberie, en la plaza
del mercado de Hanau, Hassen (Alemania).
Hoy os traigo la versión de La bella durmiente (ATU, type 410) de los hermanos Grimm, pero debo explicar antes un par de cuestiones acerca del texto que os muestro más abajo. En primer lugar he de recordar que es un cuento con tres versiones principales distintas: la de Giambattista Basile, Sole, Luna e Talia ('sol, luna y Talía'); la de Charles Perrault, La belle au bois dormant ('la bella durmente en el bosque'); y la de los hermanos Grimm, Dornröschen ('la bella durmiente') o Rosaspina, traducción al italiano que bien nos sirve en español para el título que se le dió al cuento en la primera traducción al inglés, de 1857, Little Brier-Rose ('pequeña rosa-brezo'). El texto que he compartido a continuación corresponde a esa traducción de 1857, elegida precisamente por la incorporación del nombre de la protagonista, que no tenemos en la de 1812, primera edición del cuento por los hermanos Grimm. También quiero recordar que aunque Charles Perrault no le dio nombre a su protagonista, sí que se lo dio a sus dos hijos (Día y Aurora, que corresponderían a Sol y Luna en la versión italiana de Basile, de 1634), y Giambattista, que recoge la primera versión escrita del cuento, sí que bautiza a la bella durmiente. 


Enlace a La bella durmiente en el bosque, de Charles Perrault (1697).
Enlace a Sol, Luna y Talia, de Giambattista Basile (1634).



En un tiempo pasado hubo un rey y una reina que se decían todos los días:

—¡Ah, si tuviésemos un hijo!

Peor nunca recibían uno. Ocurrió entonces un día, mientras la reina estaba sentada en su bañera, que una rana saltó del agua al suelo y le dijo:

—Tu deseo se verá cumplido, y antes de que pase un año traerás una hija al mundo.

Lo que dijo la rana se cumplió, y la reina dio a luz a una niña que era tan hermosa que el rey no pudo contener su alegría, y ordenó celebrar una gran fiesta. No solo invitó a parientes, amigos y conocidos, sino también a las mujeres sabias para que le cogieran afecto y le fueran benévolas a la niña. Eran trece las que habitaban en el reino, pero como el rey solo tenía doce platos de oro para que ellas comieran, una tuvo que quedarse en casa. La fiesta se celebró con gran esplendor, y cuando llegó a su fin las mujeres sabias presentaron a la niña sus regalos mágicos. La primera le dio la virtud, la segunda la belleza, la tercera la salud, y así con todo lo que uno puede desear en el mundo.

Cuando once de ellas ya habían pronunciado sus bendiciones, la número trece apareció de repente. Ella quería vengarse por no haber recibido invitación, y sin saludar ni mirar a nadie, dijo levantando la voz:


—Cuando la princesa cumpla quince años, se pinchará el dedo con el huso de una rueca, y morirá —y sin decir nada más se volvió y abandonó el lugar.

Todos se quedaron horrorizados, y entonces la duodécima mujer sabia, que no le había ofrecido su deseo todavía a la niña, se adelantó. Dado que no podía deshacer el mal deseo, solo atenuarlo, dijo:

—No será la muerte, sino que la princesa caerá en un profundo sueño que ha de durar cien años.

El rey, que quería preservar a su querida hija del infortunio, ordenó que se quemaran todos los husos del reino. No obstante, los demás deseos de las sabias mujeres se cumplieron en la niña, pues se hizo tan hermosa, virtuosa, amable y juiciosa que cualquier hombre que la viera no podía sino enamorarse de ella.

El día en que cumplió quince años sucedió que el rey y la reina se encontraban fuera y la joven se quedó completamente sola en el castillo. Ella se puso a dar vueltas por todas partes, pasando por habitaciones y cámaras a su gusto y, finalmente, llegó a una vieja torre. Subió la estrecha escalera de caracol y llegó hasta una puerta pequeña. En la cerradura se encontraba una llave oxidada y, al girarla, la puerta se abrió de golpe. allí había sentada, en una pequeña habitación, una vieja mujer con un huso, ocupada hilando su lino.

—Buenos días, anciana —dijo la princesa—. ¿Qué estás haciendo?

—Estoy hilando —contestó la vieja, asintiendo.

—¿Qué es esa cosa tan divertida que da vueltas? —preguntó la joven, sosteniendo el huso, queriendo hilar también. 

Pero apenas rozó el huso cuando el fatal destino se cumplió, y se pinchó en el dedo. Al instante cayó sobre una cama que había allí, y se sumió en un profundo sueño, y ese sueño se extendió por todo el castillo. El rey y la reina, que acababan de regresar a casa, entraron en el vestíbulo y comenzaron a quedarse dormidos, así como todos sus sirvientes. Los caballos se durmieron en los establos, los perros en los pasillos, las palomas sobre el tejado, las moscas en las paredes, incluso el fuego que ardía en el hogar dejó de moverse y se quedó dormido. El asado dejó de chisporrotear. El cocinero, que por haber descuidado algo, iba a tirar de los pelos a su ayudante, le soltó y se durmió. Y el viento se paró y no se movió más hoja alguna de los árboles que había delante del castillo.

Alrededor de este creció un cerco de zarzas que cada año se hacía más alto y finalmente abarcó totalmente el castillo y creció tanto que ya no era posible ver el castillo, ni siquiera el estandarte del tejado. Sin embargo, por aquella tierra se corrió la historia de Rosaspina, la bella durmiente, pues era así como la llamaban. De vez en cuando venían príncipes a comprobar las leyendas, que querían atravesar las zarzas para llegar hasta el castillo, pero no lo conseguían, pues estas los retenían como si tuvieran manos, y los jóvenes se quedaban colgados sin poderse ya liberar, muriendo tristemente.

Después de muchos, muchos años volvió a aparecer por allí un príncipe por el reino. Había oído a un viejo hablar sobre sobre la gran zarza. Había dicho que detrás de ella había un castillo en el que dormía una hermosa princesa llamada Rosaspina, y que llevaba allí dormida cien años, y que con ella, el rey, la reina y todos los sirvientes reales estaban también dormidos. También sabía por su abuelo que otros muchos príncipes habían acudido a intentar penetrar en las zarzas, pero que habían quedado atrapados en ella, muriendo de manera desgraciada.

El joven replicó:

—No tengo miedo; iré allí y veré por mis propios ojos la belleza de Rosaspina.

Dijera lo que dijera, el buen anciano para disuadirle, el príncipe no quiso escuchar sus palabras.

Ya habían pasado cien años y había llegado el día en el que Rosaspina despertaría. Cuando el príncipe se acercó al muro de espinas, estas se habían convertido en grandes y hermosas flores que, separándose por sí mismas, dejaron pasar al príncipe sin ningún rasguño, para después cerrarse de nuevo a modo de muro.

En el patio del castillo encontró durmiendo a los caballos y perros de caza; sobre el tejado se hallaban las palomas con la cabeza metida entre las alas. Y al entrar en el palacio, las moscas dormían en la pared, el cocinero en la cocina aún tenía la mano levantada como si quisiera atrapar al ayudante, y la sirvienta se hallaba ante la gallina negra que tenía que desplumar. El príncipe siguió caminando y vio en el gran salón a toda la corte acostada y durmiendo y, arriba en el trono, al rey y a la reina. Siguió caminando —todo se encontraba tan silencioso que hasta podía oír su propia respiración— y finalmente llegó a la torre y abrió la puerta que daba a la pequeña estancia en la que dormía la bella Rosaspina. Allí estaba ella, tan hermosa que él no podía apartar la mirada, e, inclinándose, le dio un beso.

Tan pronto le rozó, la bella durmiente abrió los ojos, despertándose, y le miró complaciente. Y entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina se despertaron y también la corte al completo, mirándose todos unos a otros, perplejos. Y los caballos del patio se levantaron y se sacudieron; los perros de caza saltaron y menearon la cola; las palomas del tejado sacaron la cabeza de debajo de las alas, miraron a su alrededor y salieron volando al campo; las moscas de la pared siguieron revoloteando; el fuego de la cocina siguió ardiendo, titilando y cociendo la comida; el asado continuó chisporroteando, y el cocinero dio tal bofetada al ayudante que este gritó; y la sirvienta dejó preparada la gallina.

Y entonces se celebró la boda entre el príncipe y Rosaspina con gran esplendor, y vivieron felices hasta el fin de sus días.

fin

Texto original en Little Brier-Rose.