Cenicienta (ATU, type 510) es uno de los cuentos más extendidos de la tradición oral europea, no en vano presenta al menos veinte variaciones de este motivo, siendo la más antigua en su recopilación la versión de Charles Perrault de 1697: Cinderella; el pequeño zapato de cristal. Encontramos también variaciones en Noruega, Escocia, Inglaterra, Irlanda, Portugal, Italia, Grecia, Serbia y otros muchos países, no necesariamente europeos. El motivo que más ha calado de este cuento es el «zapatito de cristal» de Perrault, que no encontramos en esta versión, de los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm (tít. orig.: Aschenputtel), de 1812 (ed. 1857, primera traducción al inglés). Sin embargo los hermanos, como acostumbraban a hacer con los cuentos que recogían, llenan de simbología religiosa las acciones y las ayudas que recibe Cenicienta, sin evitar el sangriento final que les espera a las hermanastras.
Érase una vez un hombre rico, cuya mujer cayó enferma; y cuando esta presintió que se acercaba su fin, llamó a su única hijita y le dijo:
―Niña querida, sigue siendo siempre buena y piadosa, que así Dios Nuestro Señor no te abandonará, y yo velaré por ti desde el cielo y estaré siempre a tu lado.
Ilustración de Liga Klavina. |
A continuación cerró los ojos y murió. La jovencita iba todos los días a llorar a la tumba de su madre y siguió siendo buena y piadosa. Llegó el invierno y la nieve cubrió con su manto blanco la sepultura; y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre contrajo de nuevo matrimonio.
La segunda mujer llegó a la casa dos hijas, hermosas y blancas de rostro pero negras y horribles de corazón. Vinieron entonces días muy duros para la pobre huerfanita.
―¿Ha de vivir esta bobalicona en el mismo cuarto que nosotras? ―decían―; quien quiera comer que se gane su pan: ¡que salga de aquí esta cocinera!
Le quitaron sus lindos vestidos y le hicieron vestir una raída bata gris y calzar zuecos.
―¡Ved ahí a la orgullosa princesa, qué arregladita está! ―exclamaron.
Y, entre risas y chanzas, la llevaron a la cocina. Entonces tuvo que trabajar duramente de la mañana a la noche, levantarse temprano, traer el agua, encender el fuego, cocinar y lavar. Además, sus hermanastras la sometían a toda clase de mortificaciones posibles: se mofaban de ella y le tiraban los guisantes y las lentejas en las cenizas, para que tuviese que pasarse las horas recogiéndolos. Por las noches, cuando ya estaba agotada de tanto trabajar, no se iba a la cama, sino que tenía que acostarse junto al fogón, sobre las cenizas. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban Cenicienta.
Un día, antes de irse a la feria, preguntó el padre a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.
―Bonitos vestidos ―dijo una.
―Perlas y piedras preciosas ―dijo la otra.
―Y tú, Cenicienta ―preguntó―, ¿qué quieres?
―Padre, la primera ramita que toquéis con el sombrero durante vuestro regreso; cortadla y traédmela.
El hombre compró para sus hijastras hermosos vestidos, perlas y piedras preciosas; de vuelta, al pasar por unos matorrales un brote de avellano le tiró el sombrero. Lo cortó y se lo llevó consigo. Cuando llegó a su casa, dio a sus hijastras lo que le habían pedido y a Cenicienta el brote de avellano. La chica le dio las gracias y fue con el brote a la tumba de su madre; allí lo plantó, y luego lloró hasta que sus lágrimas cayeron sobre él y lo regaron; y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día a rezar y a llorar, y siempre venía volando un pajarito blanco que se posaba en el árbol; y cuando Cenicienta expresaba algún deseo, el pajarillo le arrojaba desde el árbol lo que había deseado.
Sucedió que el rey organizó unas fiestas de tres días de duración, y a las que fueron invitadas todas las hermosas doncellas del país, para que su hijo eligiese esposa entre ellas. Cuando las dos hermanastras se enteraron de que ellas también figuraban entre las invitadas, llamaron a Cenicienta saltando de alegría y le dijeron:
―Péinanos, límpianos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio.
Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al baile: y fue a pedir permiso a su madrastra.
―Tú, Cenicienta, acaso pretendes ir al baile cubierta de polvo y suciedad. No tienes vestido ni zapatos, ¿y aún quieres bailar?
Pero como la muchacha insistió en sus ruegos, la mujer le dijo finalmente:
―He tirado un plato de lentejas en las cenizas; si en dos horas las recoges y limpias, te dejaré ir.
La jovencita salió al jardín por la puerta trasera y llamó:
―Palomitas mansas, tórtolas, aves todas del cielo: venid y ayudadme a recoger las lentejas.
Las buenas, en el puchero;
las malas, en el buchero.
En la ventana de la cocina se posaron primero dos palomas blancas, luego las tórtolas y, finalmente, comparecieron en alegre tropel todas las aves del cielo y se posaron en las cenizas. Y las palomas, agachando sus cabezas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y fueron entresacando las semillas buenas y echándolas a la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, desaparecieron volando. La joven llevó la fuente a su madrastra alegremente porque creía que la dejaría ir al baile; pero esta le dijo:
―No, Cenicienta, no puedes ir sin un buen vestido; serías el hazmerreír de todos.
Y como Cenicienta se echó a llorar, añadió:
―Si eres capaz de limpiar en una hora dos fuentes llenas de lentejas, que tiraré en las cenizas, te dejaré ir.
Y pensaba: «jamás podrá hacerlo». Pero cuando tiró las lentejas en las cenizas la joven salió al jardín por la puerta trasera y llamó:
―Palomitas mansas, tórtolas, aves todas del cielo: venid y ayudadme a recoger las lentejas.
Las buenas, en el puchero;
las malas, en el buchero.
En la ventana de la cocina se posaron primero dos palomas blancas, luego las tórtolas y, finalmente, comparecieron en alegre tropel todas las aves del cielo y se posaron en las cenizas. Y las palomas, agachando sus cabezas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, y fueron entresacando las semillas buenas y echándolas en la fuente. No había transcurrido ni media hora cuanod, terminado el trabajo, desaparecieron volando. La joven llevó la fuente a su madrastra, alegremente, porque creía que la dejaría ir al baile; pero esta le dijo:
―No irás por mucho que te esfuerces; pues como no tienes vestido ni sabes bailar serías nuestra vergüenza.
Y diciendo esto le volvió la espalda y se fue apresuradamente con sus dos presumidas hijas.
Cuando se quedó sola en casa, cenicienta fue a la tumba de su madre, bajo el avellano, y pidió:
Muévete y sacúdete, árbol,
echa oro y plata en mi delantal.
Y el pájaro le echó un vestido bordado en oro y plata y unas zapatillas con adornos de plata y seda. Se vistió a toda prisa y corrió al baile. Su madrastra y sus hermanastras, sin embargo, no la reconocieron: tan bella estaba con su vestido de oro que la tomaron por una princesa extranjera. Ni por el momento pudieron imaginarse que era Cenicienta, a la que creían en la cocina, sucia y buscando lentejas entre las cenizas. El príncipe fue a su encuentro, la tomó de la mano y bailó con ella. Y como no quería bailar con nadie más, no la soltó de la mano; y cuando se acercaba algún otro a invitarla a bailar, decía el príncipe:
―Es mi pareja.
Cenicienta bailó hasta que anocheció; entonces quiso volver a su casa, pero el príncipe le dijo:
―Iré contigo y te acompañaré.
Pues el príncipe quería saber de quién era hija la hermosa joven. Pero ella se escabulló y de un salto se subió al palomar. El príncipe esperó hasta que llegó su padre, y le dijo que la forastera se había subido al palomar. El anciano pensó: «¿no será Cenicienta?», y ordenó que le trajesen hacha y pico para derribar el palomar; pero cuando lo hizo, no encontraron a nadie. Y cuando entraron en la casa, Cenicienta estaba tirada sobre las cenizas con sus sucias ropas, y un candil de aceite ardía en la chimenea; pues Cenicienta había saltado rápidamente por el toro lado del palomar y había corrido hasta el avellano; allí se había despojado de su hermoso vestido, dejándolo sobre la tumba, y el pájaro se lo había llevado; había vuelto a la cocina y se había puesto su sucia bata y echado sobre las cenizas.
Al día siguiente, cuando llegó la hora de reanudar la fiesta y sus padres y hermanastras se hubieron marchado, la joven se dirigió al avellano y dijo:
Muévete y sacúdete, árbol,
echa oro y plata en mi delantal.
El pájaro le echó un vestido aún más deslumbrante que el de la víspera. Y cuando se presentó en palacio con ese vestido, todos admiraron su belleza. El príncipe, que estaba esperándola, la tomó inmediatamente de la mano y sólo bailó con ella. Cuando los otros se acercaban para sacarla a bailar, decía:
―Es mi pareja.
Ilustración de Daniela Drescher. |
Al anochecer, cuando la joven quiso retirarse, el príncipe se empeñó en seguirla, para ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un salto en el jardín trasero de su casa. Crecía allí un gran y hermoso peral, repleto de magníficas peras, la joven trepó hasta su copa con la ligereza de una ardilla, y el príncipe no supo dónde había ido; pero esperó al padre y le dijo:
―La forastera se me ha escapado; creo que trepó por el peral.
Pensó el padre: «¿será Cenicienta?», y mandó traer el hacha y derribó el árbol, pero ya no había nadie en la copa. Y cuando entraron en la cocina, Cenicienta yacía como de costumbre sobre las cenizas; pues se había bajado del árbol por el lado opuesto, y después de devolver al pájaro del avellano su hermoso vestido, se había puesto la bata gris.
Al tercer día, en cuanto los padres y las hermanastras se hubieron marchado, Cenicienta volvió a la tumba de su madre y habló así:
Muévete y sacúdete, árbol,
echa oro y plata en mi delantal.
Y el pájaro le arrojó un vestido aún más soberbio y espléndido que los anteriores, y unas zapatillas de oro puro. Cuando se presentó así vestida en la fiesta, todos se quedaron boquiabiertos de admiración. El príncipe sólo bailó con ella, y a todo el que venía a solicitarla le decía:
―Es mi pareja.
Cuando anocheció Cenicienta insistió en irse, y el príncipe quiso acompañarla; pero huyó tan rápidamente que no pudo seguirla. Pero esta vez el príncipe había recurrido a un ardid, y mandado embadurnar con pez toda la escalera: al bajar la joven por los peldaños, se le quedó pegada la zapatilla izquierda en uno de ellos. El príncipe la recogió y era diminuta, graciosa y toda de oro. A la mañana siguiente se presentó en la casa del padre y le dijo:
―Ninguna otra ha de ser mi esposa, sino aquella cuyo pie quepa en este zapato.
Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas tenían lindos pies. La mayor fue a su cuarto a probarse la zapatilla; su madre la acompañaba. Pero no le cabía el dedo gordo, y el zapato le estaba muy pequeño; entonces, la madre, tendiéndola un cuchillo, le dijo:
―¡Córtate el dedo! Cuando seas reina no necesitarás andar a pie.
La muchacha se cortó el dedo gordo, introdujo a la fuerza el pie en el zapato, reprimió el dolo, salió del cuarto y se presentó al príncipe. Este la aceptó como su prometida, la montó en su caballo y se fue con ella.
Pero cuando pasaron delante de la tumba, dos palomas que estaban posadas en el avellano cantaron:
Vuelve a mirar, vuelve a mirar:
la zapatilla está sangrando,
la zapatilla la va apretando,
la novia de verdad está aún en el hogar.
Entonces el príncipe miró su pie y vio cómo sangraba. Hizo volver grupas al caballo, llevó de nuevo a su casa a la falsa novia y, diciendo que no era la que buscaba, pidió que la otra hermana se probase el zapato. Esta se retiró a su habitación y logró meter fácilmente los dedos en el zapato, pero el talón no le cabía. Entonces la madrastra le tendió un cuchillo y le dijo:
―¡Córtate un pedazo del talón! Cuando seas reina, no necesitarás andar a pie.
La muchacha se cortó un trozo de talón, introdujo a la fuerza el pie en el zapato, reprimió el dolor, salió del cuarto y se presentó ante el príncipe. Este la aceptó como su prometida, la montó en su caballo y se fue con ella. Cuando pasaron delante de la tumba, las dos palomas que estaban allí cantaron:
Vuelve a mirar, vuelve a mirar:
la zapatilla está sangrando,
la zapatilla la va apretando,
la novia de verdad está aún en el hogar.
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre manaba por el zapato y que la blanca media estaba ensangrentada. Volvió grupas y devolvió a su casa a la falsa novia.
―Tampoco ésta es la verdadera ―dijo―. ¿No tenéis otra hija?
―No ―respondió el padre―; sólo una sucia Cenicienta que tuve de mi difunta esposa; pero es imposible que ella sea la novia.
Mandó el príncipe que la llamasen, pero la madrastra se repuso:
―¡Oh, no! Está demasiado sucia y no debe dejarse ver.
Pero como el príncipe insistió, no tuvieron más remedio que llamar a Cenicienta. Esta se lavó primero las manos y la cara; luego entró en la habitación y se inclinó ante el príncipe, quien le tendió el zapato de oro. Entonces se sentó la joven en un taburete, se quitó el pesado zueco y se calzó la zapatilla: le venía como un guante. Y cuando se levantó y el príncipe la miró a la cara, reconoció inmediatamente a la hermosa joven que había bailado con él y exclamó:
―¡Esta sí que es mi verdadera novia!
La madrastra y sus dos hijas se sobresaltaron y empalidecieron de rabia. El príncipe se fue con Cenicienta a caballo. Al pasar delante del avellano, cantaron las dos palomas blancas:
Vuelve a mirar, vuelve a mirar:
la zapatilla no está sangrando,
la zapatilla no le va apretando,
a la novia de verdad llevas a tu hogar.
Y cuando hubieron cantado esto, se acercaron volando y se posaron sobre los hombros de Cenicienta: una a la derecha y la otra a la izquierda; y allí se quedaron.
Cuando llegó el día de la boda, se presentaron las falsas hermanas, deseosas de congraciarse con Cenicienta para participar de su suerte. Cuando los novios se encaminaron a la iglesia la mayor de las hermanas iba a su derecha, y la menor a su izquierda: entonces las palomas, de sendos picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Después, cuando salieron, la mayor iba a la izquierda y la menor a la derecha: entonces las palomas, de sendos picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Y de este este modo, como castigo por su maldad y falsedad, quedaron ciegas para el resto de sus vidas.
fin
Texto de Cuentos, de los hermanos Grimm (traduc. Miguel Ayerbe, 2010).