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martes, 11 de febrero de 2014

La princesa sobre la colina de cristal


Peter Christen Asbjørnsen
(1812-1885)
Jørgen Engebretsen Moe
(1813-1882)
The Princess on the Glass Hill (ATU, type 530 «Magic Servants» or «Supernatural Helpers») es un cuento noruego de tradición oral recopilado por primera vez por Peter Christen Asbjørnsen y Jørgen Moe en Norwegian Folktales (1841). Esta versión es de The Blue Fairy Book, de Andrew Lang (1889), por lo que muestra algunas variaciones con respecto al primer texto, la mayoría de estilo. No hay que confundir, sin embargo, este título con el de The Glass Mountain, también recogido por Andrew Lang en The Yellow Fairy Book (1894), en el que sobre esta montaña de cristal se alza un árbol con tres manzanas de oro, y no hay esperando una princesa con esas tres manzanas sobre el regazo, aunque el trofeo final sigue siendo encontrar a la joven. Además, como en este relato, el vencedor resulta ser un caballero con una brillante armadura de oro.



Érase una vez un hombre que tenía una pradera que se extendía sobre la ladera de una montaña, y en aquella pradera había un granero donde almacenaba heno. Pero no había demasiado heno guardado en el granero para los dos próximos años, pues cada víspera de San Juan, cuando el pasto estaba en su máximo esplendor, ocurrió que el campo se limpió por completo, como si un rebaño de ovejas hubiese atravesado esa tierra durante la noche. Esto pasó una vez, y luego dos veces, y entonces el hombre se cansó de perder su cosecha, por lo que le dijo a sus hijos —tenía tres,  y el tercero se llamaba Cinderlad— que uno de ellos debía ir y dormir en el granero durante la noche de San Juan, pues era absurdo dejar que el pasto fuese arrasado otra vez, de la hoja al tallo, como había ocurrido en los últimos dos años; y el que fuese debería esperar al acecho. Eso dijo el hombre. 

Norwegian Folktales, 5ª Ed., 1874,
de P.C. Asbjørnsen y J. Moe.
El más mayor de los hermanos se mostró muy dispuesto a ir a la pradera; el vigilaría el pasto, dijo, y lo haría tan bien que ni el hombre, ni animal, ni siquiera el mismo diablo obtendría nada de él. Así que cuando llegó la tarde se fue al granero y se tumbó sobre el heno, pero cuando la noche se acercaba hubo un estruendo tal y un terremoto de tal magnitud que las paredes y el techo del granero amenazaron con desplomarse, como las últimas veces, y el muchacho se levantó y corrió lo más rápido que pudo sin mirar atrás, y el granero volvió a quedarse vacío aquel año, como había ocurrido con los dos últimos.

En la siguiente víspera de San Juan, el hombre volvió a decir que no podían seguir de esa manera, perdiendo toda la cosecha año tras año, y que uno de sus hijos debía ir a vigilarlo, y hacerlo bien. Así que el segundo hijo se mostró dispuesto a hacer lo que pudiese. Se fue al granero y se tumbó para dormir, como su hermano había hecho; pero cuando llegó la noche hubo un gran estruendo, y luego un terremoto, que fue incluso peor que el de la última noche de San Juan, y cuando el joven oyó aquello se aterrorizó, y salió corriendo de allí como si le fuese la vida en ello.

Al año siguiente le tocó el turno a Cinderlad, pero cuando él se preparó los otros se rieron de él y se burlaron. «Bueno, tú eres precisamente el más indicado para vigilar el heno. ¡Tú, que no has aprendido nada salvo cómo sentarte sobre las ascuas y hornearte a ti mismo!», dijeron. Cinderlad, de todas formas, no se preocupó por lo que habían dicho, y cuando llegó la tarde deambuló por el campo. Cuando estuvo en el granero se tumbó; en aproximadamente una hora empezó el ruido atronador y el terremoto, y fue espantoso oírlo. «Bueno, si no hay nada peor que esto, puedo manejarlo y permanecer aquí», pensó Cinderlad. En poco tiempo el estruendo volvió otra vez, y la tierra se agitó tanto que el heno volaba entorno al chico. «¡Oh! Si no hay nada peor que esto, puedo manejarlo y permanecer aquí», pensó de nuevo Cinderlad. Pero luego llegó un tercer estruendo y un tercer terremoto, tan violento que el chico pensaba que los muros y el tejado se iban a caer, pero cuando de repente eso se acabó, todo permaneció tan quieto como la muerte a su alrededor. «Estoy bastante seguro de que volverá otra vez», pensó Cinderlad; pero no, no lo hizo. Todo estaba tranquilo, y todo permaneció tranquilo, y cuando él estuvo tumbado durante un breve periodo de tiempo oyó algo que sonaba como si un caballo estuviese masticando justo al otro lado de la puerta del granero. Se asomó sigilosamente a la puerta, que estaba entreabierta, para ver lo que había allí, y vio a un caballo comiendo. Era tan grande, y tan magnífico, como nunca antes había visto Cinderlad un caballo, y tenía la silla y las bridas sobre él, y llevaba una armadura completa de caballero, toda hecha de cobre, y brillaba mucho. «¡Jajaja! Eres tú el que se come nuestro heno, entonces», pensó el chico; «Pero pararé esto». Así que se apresuró a coger su acero al fuego y selló al caballo, y entonces se volvió tan manso que Cinderlad podía hacer lo que quisiera con él. Lo montó y cabalgó hacia un sitio que ningún otro conocía salvo él, y allí lo ató. Cuando volvió a casa sus hermanos se rieron y le preguntaron si lo había conseguido. 

―No te tumbaste en el granero, ¡si incluso nunca has estado más allá del campo! ―dijeron.

―Me tumbé en el granero hasta que se alzó el sol, pero no vi ni oí nada ―dijo el chico―. Dios sabrá qué provocó que vosotros dos os asustaseis.

―Bueno, pronto veremos si vigilaste el prado o no ―contestaron los hermanos, pero cuando estuvieron allí la cosecha todavía se alzaba tan alta y delgada como había estado la noche anterior.

La víspera de San Juan siguiente ocurrió lo mismo, una vez más: ninguno de los otros dos hermanos se atrevieron a ir al campo a vigilar la cosecha, pero Cinderlad fue, y todo ocurrió exactamente igual que la vez anterior: primero hubo un estruendo, y luego un terremoto, y luego otro, y luego un tercero; pero los tres terremotos fueron muchísimo más fuertes y violentos que los del año anterior. Luego, todo se quedó en calma, y el chico oyó algo masticando al otro lado de la puerta del granero, así que se asomó furtivamente por la rendija, ya que la puerta se había quedado entreabierta, y otra vez estaba el caballo comiendo cerca del muro de la choza, pero este era más grande y magnífico que el primer caballo, y estaba ensillado y tenía las bridas, y llevaba consigo una armadura completa de caballero hecha toda de la plata más hermosa que nadie podría haber visto antes. «¡Jajajaja!», pensó el chico; «así que eres tú el que se come nuestro heno por la noche. Pero pararé esto». Así que cogió su acero al fuego y selló al caballo, haciendo que la bestia se hiciese tan mansa como un pequeño cordero. Así el chico lo montó, también, y lo llevó a ese sitio donde guardaba el otro, y volvió a casa.

―Supusimos que nos dirías que esta vez habías vigilado ―dijeron sus hermanos.

―Bueno, así lo hice ―dijo Cinderlad. Así que fueron allí otra vez, y el pasto estaba tan alto y delgado como había estado antes, pero no por eso fueron más amables con Cinderad.

Cuando llegó la tercera noche de San Juan no fue ninguno de los dos hermanos mayores, que no se atrevían a tumbarse en el granero para vigilar el pasto, pues se habían asustado tanto la noche en que cada uno tuvo que dormir allí que no lo habían superado; pero Cinderlad se atrevió a ir, y todo ocurrió justo como había ocurrido las dos anteriores noches de San Juan. Hubo tres terremotos, cada cual peor que el anterior, y en el último incluso botaba de una pared a la otra del granero, pero después todo se quedó en calma, como muerto. Cuando el chico se tumbó en silencio, en breve, oyó algo masticar al otro lado de la puerta del granero; luego, una vez más, se asomó a la puerta, que estaba entreabierta, y comprobó que era un caballo el que permanecía de pie al otro lado, que era mucho más grande y magnífico que los otros dos que había cogido, y que llevaba consigo una armadura completa de caballero hecha todo de magnífico oro. «¡Jajajaja!», pensó el chico; «así que eres tú el que se come nuestro heno por la noche. Pero pararé esto». Volvió a domar al caballo, como había hecho con los dos anteriores, y lo llevó junto a los otros, y luego volvió a casa. Sus dos hermanos se burlaron de él como habían hecho antes, y le dijeron que ellos irían a ver el pasto que él debía haber vigilado con cuidado aquella noche, pues tenía la mirada como si estuviese caminando entre sueños; pero Cinderlad no se preocupó por ello, aunque les acompañó al campo para verlo. Ellos fueron y aquella vez también habían conservado la cosecha, tan buena y fina como siempre.

El Rey del país en el que el padre de Cinderlad vivía tenía una hija que no daría a nadie que no pudiese escalar hasta la cima de la colina de cristal, pues era muy, pero que muy alta, de cristal, resbaladizo hielo, y estaba cerca del palacio del Rey. En lo más alto de esta estaba la hija del rey, sentada con tres manzanas de oro sobre su regazo, y el hombre que pudiese escalar y coger las tres manzanas de oro se casaría con ella y tendría la mitad del reino. El Rey había proclamado esto en cada iglesia de todo el reino, y en la de los otros reinos también. La Princesa era muy bonita, y todo el que la veía caía violentamente enamorado de ella, incluso a despecho de sí mismos. Así que era necesario decir que todos los príncipes y caballeros estaban ansiosos por conseguirla, así como la mitad del reino, y que por esta causa venían cabalgando desde el fin del mundo, vestidos tan espléndidamente que sus vestiduras brillaban bajo el sol, y montados sobre caballos que parecían bailar cuando andaban, y ninguno de ellos dudaba en que podía ganarse a la princesa.


Cuando el día marcado por el Rey llegó, había tantísimos caballeros y príncipes a los pies de la colina de cristal que parecía un enjambre, y todos los que podían caminar o incluso arrastrarse también estaban allí, para ver quién era el que conseguía a la hija del Rey. Los dos hermanos de Cinderlad también estaban allí, pero no querían oír hablar de que él les acompañase, ya que estaba muy sucio y ennegrecido por dormir acurrucado junto a las ascuas , por lo que dijeron que todos se reirían de los tres si los acompañaba un patán como él.

―Bueno, pues, iré solo por mi cuenta ―dijo Cinderlad.

Cuando los dos hermanos llegaron junto a la colina de cristal, todos los príncipes y caballeros trataban de escalarla, y sus caballos echaban espuma; pero todo era en vano, pues pronto pasó que los caballos pusieron un pie sobre la colina y se resbalaron, y no hubo ninguno que pudiese avanzar más de un par de yardas. Tampoco era extraño, pues la colina era tan lisa como el cristal de una ventana, y tan empinado como el lado de una casa. Pero todos ellos estaban ansiosos por conseguir a la hija del Rey y la mitad de su reino, así que avanzaron y resbalaron, y así fue sucediendo. Al cabo de algún tiempo los caballos estuvieron tan agotados que no podían más, y estaban tan acalorados que la espuma caía por sus bocas y los jinetes se vieron forzados a abandonar el intento. El Rey empezaba a pensar en que tendría que volver a proclamarlo al día siguiente, cuando, quizás, aquello podría ir mejor; cuando de repente un caballero llegó cabalgando sobre un caballo tan magnífico como no se había visto antes, y el caballero llevaba una armadura de cobre, y sus bridas eran de cobre también, y todos él brillaba de forma espléndida. Los otros caballeros le gritaron que él podía ahorrarse la molesta de intentar escalar la colina de cristal, pues no había forma de lograrlo; pero él no les hizo caso, y cabalgó directamente hacia ella, y escaló como su no hubiese nada más. Así lo hizo durante un largo camino ―como una tercera parte de la altura―, pero cuando había logrado llegar tan lejos volvió su caballo y cabalgó hasta abajo otra vez. Pero la princesa pensó que ella nunca había visto a un caballero tan guapo antes, y mientras él estaba escalando ella, sentada, había pensado: «¡Oh! ¡Cómo espero que sea capaz de llegar hasta la cima!». Y cuando ella vio que se volvía con su caballo ella arrojó una de las manzanas de oro tras él, y rodó hasta su zapato. Pero cuando él llegó a los pies de la colina cabalgó lejos, y fue tan rápido que nadie supo qué había sido de él.

Así que fueron convidados todos los príncipes y caballeros a presentarse ante el Rey esa noche, para que quien hubiese cabalgado hasta lo alto de la colina de cristal pudiese mostrar la manzana de oro que la hija del Rey había lanzado. Pero ninguno tenía nada que enseñar. Un caballero se presentó tras otro, y ninguno pudo mostrar la manzana.

A la noche, también, los hermanos de Cinderlad volvieron a casa y tenían una larga historia que contar sobre el ascenso a la colina de cristal. En primer lugar, ellos dijeron que no había habido nadie capaz de, incluso, dar un paso hacia arriba, pero luego había llegado un caballero con una armadura de cobre, y unas bridas de cobre, y sus vestimentas eran tan brillantes que se veía a larga distancia, y él pudo fácilmente cabalgar la colina cuanto quisiese; pero él se había dado la vuelta, pues había cambiado de parecer pensando que era suficiente por esa vez.

―¡Oh! A mí también me hubiese gustado verlo ―dijo Cinderlad, quien como de costumbre se había sentado sobre la chimenea y las cenizas.

―¡Precisamente tú! ―dijeron los hermanos―. ¡Parece como si estuvieses en condiciones de ser uno de esos grandes señores, bestia inmunda que allí te sientas!

Al día siguiente los hermanos fueron otra vez, y en esta ocasión también Cinderlad les rogó que le dejaran ir con ellos y ver quién cabalgaba; pero no, ellos dijeron que no encajaba allí, pues estaba mucho más feo y sucio.

―Bueno, pues, iré solo por mi cuenta ―dijo Cinderlad.

Así que los hermanos se fueron a la montaña de cristal, y todos los príncipes y caballeros empezaron a cabalgar de nuevo, y esta vez se preocuparon de raspar los zapatos de sus caballos; peor eso no les ayudó: cabalgaron y resbalaron como habían hecho el día anterior, y ninguno de ellos pudo siquiera avanzar más de una yarda sobre la colina. Cuando habían agotado sus caballos, tanto que no podían más, tuvieron otra vez que parar. Pero justo cuando el Rey pensaba que debía proclamar que el ascenso tuviese lugar otra vez al día siguiente, por si había otra oportunidad, repentinamente se acordó de que tal vez debía esperar un poco más para ver si volvía a aparecer el caballero de la brillante armadura de cobre. Pero no hubo rastro de él. Cuando todavía lo buscaba, aun así, vino un caballero cabalgando un corcel que era muchísimo mejor del que había montado el caballero de la armadura de cobre, y este caballero vestía una armadura de plata y unas bridas también de plata, y brillaban tanto que se lo podía ver a muchísima distancia. Otra vez los otros caballeros le gritaron, diciendo que él podía ahorrarse la molesta de intentar escalar la colina de cristal, pues no había forma de lograrlo; pero el caballero no les hizo caso y cabalgó sobre la montaña de cristal, y fue incluso más lejos que lo que había llegado el caballero de la armadura de bronce; pero cuando había recorrido dos terceras partes del camino se dio la vuelta y cabalgó colina abajo. La Princesa, como este caballero le gustó todavía más que el anterior, deseó que él fuese capaz de llegar más allá, y cuando vio que se volvía le lanzó la segunda manzana, y esta rodó hasta su zapato, y tan pronto como llegó a los pies de la colina cabalgó hacia lo lejos tan rápido que ninguno pudo ver qué había sido de él.

Aquella tarde se presentaron todos ante el Rey y la Princesa, con el fin de que quien tuviese la manzana de oro la mostrase; fue pasando un caballero tras otro, pero ninguno de ellos tenía la manzana de oro para enseñarla.

A la noche los dos hermanos volvieron a casa como lo habían hecho la noche anterior, y contaron las cosas que habían ocurrido, y cómo todos habían cabalgado, pero ninguno había conseguido llegar a lo alto de la colina.

―Pero al final ―dijeron―, vino uno con una armadura de plata, que tenía bridas también de plata sobre su caballo, y una silla de montar también de plata, ¡y pudo cabalgar! Él recorrió con su caballo dos terceras partes del camino, pero entonces se volvió. Era un buen tipo ―dijeron los hermanos―. ¡Y la Princesa le lanzó la segunda manzana de oro a él!

―¡Oh, cómo me hubiese gustado verlo a mí también! ―dijo Cinderlad.

―¡Oh, por cierto! Él era un poco más brillante que las cenizas sobre las que te sientas y que te cubren, sucia criatura ―dijeron.

Al tercer día todo fue justo como en los anteriores. Cinderlad quería ir con sus hermanos para ver a los jinetes, pero los dos no le dejaron acompañarlos, y cuando llegaron a la colina de cristal no hubo nadie que pudiese traspasar más de una yarda, y todos esperaron a que llegase el caballero de la armadura de plata, pero ninguno supo nada de él. Al final, después de mucho tiempo, llegó un caballero cabalgando sobre un caballo muchísimo mejor que los otros dos que habían visto. El caballero vestía una armadura de oro, y llevaba sobre su caballo una silla y unas bridas también de oro, y con todo eso deslumbraba a muchísima distancia. Los otros príncipes y caballeros no fueron capaces de llamarle y decirle lo inútil que era intentar ascender la colina, ya que esperaban a ver cómo él lo lograba con su magnificencia. Él cabalgó sobre la colina y galopó como si no estuviese sobre una pendiente, así que la Princesa no tuvo tiempo para desear que recorriese todo el camino. Tan pronto como cabalgó hasta la cima, cogió la tercera manzana de oro del regazo de la Princesa y se volvió con su caballo cabalgando colina abajo, y se desvaneció de la vista de todos sin que nadie pudiese ser capaz de decirle una palabra.

Cuando los dos hermanos llegaron a casa a la noche ellos tenían mucho que contar sobre cómo había ido el ascenso aquel día, y al final hablaron del caballero de la armadura de oro. 

―Él era un magnífico tipo, ¡lo era! Más que ningún otro espléndido caballero que hubiese sobre la tierra ―dijeron los hermanos.

―¡Oh, cómo me hubiese gustado verle a mí también! ―dijo Cinderlad.

―Bueno, brillaba casi tanto como las trazas de carbón que te rodean siempre, sucia y negra criatura ―dijeron los hermanos.

Al día siguiente todos los caballeros y los príncipes se presentaron ante el Rey y la Princesa ―se había hecho muy tarde para ellos el día anterior― para que el que tuviese la última manzana de oro pudiese pronunciarse. Ellos guardaron los turnos: primero los príncipes, y luego los caballeros, pero ninguno de ellos tenía la manzana de oro.

―Pero alguien debe tenerla ―dijo el Rey―, pues he visto con mis propios ojos a un hombre cabalgar toda la colina y cogerla.

Así que ordenó que todo el mundo acudiese a palacio, y ver así si se podía mostrar la manzana. Y uno tras otro vinieron todos, pero ninguno tenía la manzana de oro, y después de mucho, mucho tiempo, le tocó el turno a los dos hermanos de Cinderlad. Ellos fueron los últimos, así que el Rey les preguntó si no quedaba nadie más del reino por acudir.

―Oh, sí. Tenemos un hermano ―dijeron―, ¡pero nunca ha tenido manzanas de oro! Ha permanecido cubierto de hollín estos tres días.

―No os preocupéis ―dijo el Rey―, como cualquier otro que ha venido a mi palacio, dejad que él también venga.

Así que Cinderlad fue forzado a acudir al palacio del Rey.

―¿Tienes tú la manzana de oro? ―le preguntó el monarca.

―Sí, aquí tienes la primera, y aquí está la segunda, y esta es la tercera también ―dijo Cinderald, y cogió las tres manzanas de su bolsillo, y con eso se quitó sus harapos de hollín y se mostró con una brillante armadura dorada, que resplandecía mientras se alzaba.

―Tú tendrás a mi hija, y la mitad de mi reino; ¡bien te lo has merecido! ―dijo el Rey.

Así que hubo una boda, y Cinderlad tomó la mano de la Princesa, y todos fueron dichosos en la fiesta, pues todos ellos tenían mucho que festejar aunque no pudiesen cabalgar sobre una colina de cristal; y si aún no han abandonado la celebración, aún deben seguir en ella.


fin

Texto original de The Princess on the Glass Hill.