N U E V A P Á G I N A

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martes, 8 de noviembre de 2011

Blancanieves



Título original
Schneewittchen (Aarne-Thompson, type 709). Se trata de uno de los cuentos más famosos de los hermanos Grimm debido a que fue la primera película de animación de Walt Disney Pictures llamada Snow White and the Seven Dwarfs. Por otra parte, el cuento tiene antecedentes en otro relato del siglo XVI, escrito por Giambattista Basile (1575-1632), dentro de un libro de cuentos llamado Pentamerone, en el que una niña llamada Lisa se clava un peine y queda dormida hasta su adolescencia, cuando una prima lejana, rabiosa por los celos, rompe el ataúd y le arranca el peine, por lo que la despierta. Pero la teoría más sensacional sobre la auténtica inspiración de los hermanos Grimm es la figura de María Sofía Margarita Catalina Von Erthal, nacida en 1729 en Lohr. Su castillo es ahora un museo, y la mayor atracción es un juguete con forma de espejo que repite aquello que dices a través de un sistema de reverberación  y que según la leyenda, usaba la madrastra de María Sofía para autoconvencerse de que era hermosa.






Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo, y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre se destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: "¡Ah, si pudiere tener una hija que fuere blanca como nieve, roja como la sangre y negra como el ébano de esta ventana!". No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.
Un año más tarde el Rey se desposó con otra mujer de gran belleza, pero orgullosa y altanera, que no podía permitir que ni otra mujer la superase en belleza. Ésta poseía un espejo prodigioso que nunca mentía, y ella siempre le preguntaba:
—Espejito, espejito mágico. Dime: ¿quién es la más hermosa del reino?
A lo que él contestaba.
—Tú, mi Reina.
Pero Blancanieves fue creciendo, y al cumplir los siete años era el ser más hermoso sobre la tierra. Un día la Reina repitió su pregunta al espejo, a lo que él le contestó:
—Mi Reina, tú eres como una estrella del firmamento, pero Blancanieves es mil veces más bella.
La Reina, espantada ante esa respuesta, palideció, y desde ese día, cada vez que veía a la niña, sentía revolverse en ella las tripas de puro odio, y ese malestar no la dejaba ni un momento, ni de día ni de noche.
Ilustración de Iban Barrenetxea.
Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:
—Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás, y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.
Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo de monte en el inocente corazón de la niña, se echó ésta a llorar:
—¡Piedad, buen cazador, déjame vivir! —suplicaba—. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.
Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:
—¡Márchate entonces, pobrecilla!
El cazador, para que la Reina viese que había acatado sus órdenes, mató a un ciervo y le llevó su hígado y sus pulmones. La Reina, satisfecha con la entrega, se los dio al cocinero para que se los cocinara, y esa noche los comió, pensando que comía la carne de Blancanieves.
La niña, mientras tanto, avanzaba poco a poco por uno oscuro bosque lleno de zarzas y animales peligrosos. Estaba aterrada y helada de frío, pero sabía que si se quedaba quieta moriría, así que seguía avanzando. De pronto vio entre la maleza una casita junto a un arrollo, y feliz, entró en ella para descansar.
Todo era diminuto en la casita, pero tan primoroso y limpio, que no hay palabras para describirlo. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.
Blancanieves, que estaba hambrienta, comió un poco de uno de los platos y bebió de uno de los vasos, y sintiéndose muy cansada, decidió buscar el dormitorio. Lo halló arriba, donde también había siete camas, pero ninguna era de su tamaño, así que fue probando hasta que pudo acostarse en la séptima.
Ilustración de Iban Barrenetxea.
Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos que se dedicaban a excavar minerales en el monte. Encendieron sus siete lamparillas y, al iluminarse la habitación, vieron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.
Dijo el primero:
—¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
—¿Quién ha comido de mi platito?
El tercero:
—¿Quién ha cortado un poco de mi pan?
El cuarto:
—¿Quién ha comido de mi verdurita?
El quinto:
—¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?
El sexto:
—¿Quién ha cortado con mi cuchillito?
Y el séptimo:
—¿Quién ha bebido de mi vasito?
Subieron todos al cuarto y vieron todas las camas deshechas y a una persona durmiendo en la séptima cama. Se acercaron todos a mirar y descubrieron a Blancanieves, pero lejos de temerla u odiarla, se quedaron prendados de su belleza, y de la alegría que sintieron decidieron no despertarla. Se acostaron todos en sus camas salvo el séptimo, que con cuidado se acostó junto a Blancanieves.
Llegada la mañana ella se despertó, y a ver a los diminutos hombrecillos se asustó, pero ellos le sonrieron y preguntaron:
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Blancanieves —contestó ella.
—¿Y cómo llegaste a nuestra casa? —siguieron preguntando los hombrecillos. Entonces ella les contó toda la historia y ellos se quedaron escuchando con atención.
Entonces dijeron los enanos:
—¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Si es así, puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.
A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola, y los buenos enanitos le advirtieron:
—Guárdate de tu madrastra, que no tardará en saber que estás aquí. ¡No dejes entrar a nadie!
I tenían razón, ya que cuando la Reina volvió a su espejo a preguntarle por la persona más hermosa del reino, el espejo no pudo hacer otra cosa más que decir la verdad, y la verdad fue que la mujer más hermosa era Blancanieves, que vivía en la caballa del bosque junto a los siete enanitos. Al darse cuenta la Reina del engaño del cazador decidió hacer las cosas por su cuenta y preparó un perfecto engaño para llegar hasta Blancanieves: se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.
Así se dirigió a la montaña donde vivían los siete enanitos y se acercó a la cabaña gritando:
—¡Vendo cosas buenas y bonitas!
Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:
—¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?
En algunas versiones se sustituye
el lazo por un corsé.
—Cosas finas, cosas finas —respondió la Reina—. Lazos de todos los colores -y sacó uno trenzado de seda multicolor.
Blancanieves comprobó que era así, y sonriendo abrió la puerta. La vieja se prestó a colocarle un lazo para que viese ella como le quedaba y la pequeña, sin sospechar nada, se dejó hacer. La Reina ató el lazo al cuello y comenzó hasta que la niña se quedó sin aire y Blancanieves cayó al suelo como muerta.
—¡Ahora ya no eres la más hermosa! —dijo la madrastra riendo, y se alejó precipitadamente.
A la noche volvieron los siete enanitos y cuan grande fue su susto al ver a la niña tendida en el suelo sin respirar. La incorporaron y medio llorando observaron el lazo que se apresuraron a soltar. Y de pronto Blancanieves fue recuperando el aliento perdido poco a poco hasta que volvió a la normalidad. Los enanitos volvieron a insistir sobre lo peligroso de quedarse sola, y le repitieron que no abriese la puerta nunca más.
Mientras tanto, la mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:
—Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?
Y respondió el espejo, como la vez anterior:
—Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella.
La Reina, roja de la rabia, preparó un plan mejor que el anterior y volvió a disfrazarse, yendo a la mañana siguiente a la cabaña de los siete enanitos.
—¡Buena mercancía para vender! —gritó.
Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:
—Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.
—¡Al menos podrás mirar lo que traigo! —respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta.
Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:
—Ven que te peinaré como Dios manda.
Y la pobrecilla se dejó hacer; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.
—¡Dechado de belleza —exclamó la malvada bruja—, ahora sí que estás lista! —y se marchó.
Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.
Al tiempo la Reina volvió corriendo a su palacio y le preguntó a su espejo si era ella ahora la más bella, respondiendo el objeto, como siempre, que no.
Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.
—¡Blancanieves morirá —gritó—, aunque me haya de costar a mí la vida!
Corrió a preparar su último gran plan, introduciendo en la manzana más apetitosa, mitad blanca mitad roja, el veneno más mortal, y al terminar se volvió a pintar la cara y a cubrir el cuerpo con un viejo vestido. Partió al amanecer de vuelta a la cabaña, donde, como siempre, halló a Blancanieves, y llamó a la puerta.
—No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.
—Como quieras —respondió la campesina—. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.
—No —contestó la niña—, no puedo aceptar nada.
—¿Temes acaso que te envenene? —dijo la vieja—. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.


La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:
—¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.
—Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?
Y le respondió el espejo, al fin:
—Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país.
Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pudiera aquietarse.
Volvieron los siete enanitos por la noche y hallaron a la niña muerta en el suelo. Sospechando lo que había ocurrido se lanzaron a buscar aquel objeto que la tenía muerta, pero no hallaron nada peligroso, ni tampoco su respiración. Dándola por perdida la lloraron durante tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron:
—No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra —y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados.
La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: «Princesa Blancanieves». Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita.
Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:
—Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.
Pero los enanos contestaron que por nada la venderían. A lo que el príncipe lo pidió como un regalo, ya que no podría seguir viviendo sin verla cada día y velarla como si fuese lo que más quería en el mundo.
Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.
El castillo de Lohr am Main, donde nació 
María Sofía Margarita Catalina Von Erthal 
en 1729. Actualmentees un museo.
Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:
—¡Dios Santo! ¿Dónde estoy?
Y el príncipe le respondió, loco de alegría:
—Estás conmigo —y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:
—Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.
Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.
A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:
—Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?
Y respondió el espejo:
—Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la joven reina es mil veces más bella.
La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

fin

"El Espejo que Habla", uno de los juguetes
recuperados del castillo de Lohr.
Actualmente en el Spessart Museum in Lohr am Main.